TEMORES
Escondía sus temores en frascos herméticos en el último
rincón de la despensa, detrás de los botes de tomate frito, los paquetes de
pasta italiana y el azúcar. Estaban muy bien ordenados y sólo ella sabía de su
contenido.
Cuando la juventud era más fuerte que cualquier otra cosa,
nada de lo que allí guarda ahora, supuso preocupación alguna.
El vacío de su casa la obliga a distraer su soledad cocinando
historias. Y así pasan las horas, las semanas, y los meses.
Un día cualquiera su rutina es caminar, antes de volver a
encerrarse entre esas cuatro paredes que la asfixian; a veces camina una hora, otras veces dos horas, no lleva prisa, nadie la
espera.
Paso a paso peina esos senderos llanos e interminables
alrededor de su pueblo, éste que la ha visto nacer, crecer y también envejecer.
Esos caminos le susurran historias de otros tiempos, son testigos
de una felicidad pisoteada por el paso de los años.
Le recuerdan, mientras
mira a lo lejos la torre de la iglesia, en aquel hermoso octubre, que allí
tiempo atrás era todo belleza.
Se da la vuelta, respira hondo y sigue paseando por aquella senda rodeada de almendros, para distraer sus demonios.
Nunca pensó que le faltaría su compañero, tampoco imaginó que
algún día sus padres no estarían cerca, y no pasó nunca por su cabeza, llena de
historias, que su hija se haría mayor y se marcharía lejos. No le puede
reprochar nada, su mundo que creía perfecto, había quedado demasiado pequeño
para ella, para su única hija.
Ese mundo que había confeccionado hacía años, para compartir
con su familia. Los patrones entonces, no tenían hilvanes, sino puntadas firmes
que no podían descoserse, o eso pensaba.
Los caminos le susurran y ella recuerda cuando en su pueblo
había avalancha de niños, de distracciones y de sueños.
Hace unos días escuchó en la calle que quizás el siguiente
curso tengan que cerrar la escuela porque ya no hay niños.
A veces quiere estar cansada para dormir al llegar a
casa, o escribir historias, por si
alguien, alguna vez, las quiere leer, y sino, le sirve
para desahogarse.
Una tarde siente una gran bofetada cuando escucha que dentro
de unos años solo se mantendrá en pie la iglesia.
Cerró la puerta de su casa con decisión, y se puso a
escribir, y escribió tanto que le dolían los dedos, un poco torcidos por la
artrosis, y lloró tanto que las letras comenzaron a emborronarse, y tiró todo a
la papelera. En ese momento pensó que el frasco de la soledad y el de la tristeza tenían demasiado contenido.
Le dolía en el alma tener que llenar otros.
Una noche soñó que en su despensa estaba todo lo necesario
para preparar la fiesta de cumpleaños de su hija.
Volvió a revisar cada estante, y se mostraba satisfecha,
porque no había olvidado nada, los frascos de más al
fondo, contenían azúcar, tomate, café, harina, leche, galletas, etc.
Estaba segura que no había otros tarros, ni siquiera ese que
tenía una etiqueta demasiado grande donde decía “falta de recuerdos”.
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