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LA MÁSCARA.
I.
Se levanta, toma un café y
se pone esos pantalones de mil colores que siempre le han gustado, coge
la blusa de leopardo, cree que combina perfectamente, un pañuelo al cuello
fucsia y se perfila labios y ojos como puede. Los colores oscuros no son para
ella, quizás pensando que el negro o la
gama de grises es la que tiñe su corazón y por extensión su vida.
Por eso es tan importante
decorar con colores, aunque solo sea la vestimenta, para disimular.
Era una mañana cualquiera para todos.
Cuando coge el carro de la compra, olvida que deja los platos
sin fregar y su dormitorio sin recoger.
Cierra la puerta con llave, avanza hacia el ascensor, y al
salir a la calle, pone rumbo al supermercado. Es su misión, el trabajo de un día
cualquiera.
Camina, toma aire, y sigue con paso firme. Callejea y
observa, como un autómata, el ir y venir de las personas, las prisas en hora
punta, las campanas de la iglesia y tantos otros ruidos, que le resultan
familiares. Pero nada es igual.
Parece que la gente está distraída. Hay bastante circulación.
¡¡ES EL MOMENTO!!
Un ruido ensordecedor, la gente queda paralizada, pero
la ayudan, la levantan. De pronto
aparece la policía.
-¿Señora que le ha pasado? ¿se encuentra bien ¿donde vive
usted?
II.
Se siente sola, cree que no puede con el peso de una vida
marcada por altas dosis de desamor e incomprensión, de ser utilizada y
manipulada.
Siempre pensó que unos ojos bonitos y su juventud podían con
cualquier clase de insulto. Y así fue.
Un año, dos años, treinta años. Un
hogar con heridas que ella disimulaba al salir con su carro de la
compra.
Al bajar las escaleras y llegar a la calle, se ponía la máscara de “todo es maravilloso”.
Un café con las amigas e ir de “rebajas” la reconfortaban y coger un autobús
para ir al centro de la ciudad le daba cien años de vida.
La noche estaba muy lejos. Había que disfrutar del día.
No imaginaba otra vida. Esa era su vida.
Siempre con dinero en el bolso y poder disfrutar de pequeños
caprichos, bien merecían eternas noches de insomnio.
III.
Los niños crecen. No necesitan ayuda. Ya no les espera para
hacerles la cena, no les cuida. Ya no están en casa, volaron de su regazo.
IV.
Oye pasos en la planta de arriba. Se cierra la puerta. El
agua cae en la ducha.
Las llaves ya no están donde siempre.
Abre un cajón , y otro, y otro… allí están.
Sale con el carro de la compra, la taza sin fregar, el
dormitorio sin recoger, la cama revuelta, antes de salir a la calle. Y que más
da.
Gira a la izquierda, busca el jaleo de la mañana, las prisas
de la gente. Le falta la respiración, el paso de cebra se ve lejano, y se
embriaga con la velocidad de un coche…
Otra vez al hospital y después a casa, su vida, su dormitorio, necesita oxígeno.
Al hijo no le ve con los mismos ojos, no le cuenta los acontecimientos de Tele 5,
ni le explica la boda de Ana Boyer, y ya no le importa que vestidos llevaban
las invitadas. Ha pasado a otro plano.
Necesita descansar, dormir, la televisión no le interesa.
V.
Ese jueves, de una normalidad aparente, ya nada era normal.
Toda la noche en vela hasta que mira el despertador y parece
que marca las siete de la mañana, deja su cama, abre un cajón y se llena la
mano de pastillas. Con un gran vaso de
agua pasarán mejor.
Abre otro cajón, el de
más abajo, ese que tenía por costumbre ni mirar, el pánico al corte de un
cuchillo la tenía atemorizada. Eran otros tiempos.
Coge uno de grandes dimensiones, con un filo que podía cortar
el aire, hacia arriba, hacia abajo. La sangre va marcando los pasos que ella
da, de la cocina al dormitorio, y de éste al baño.
VI.
La compañera le susurra al oído, que no se le ocurra decir a
nadie lo que en esa habitación sucede, o por la noche se vengará.
No puede tener su lápiz de labios, ni su teléfono. Nada.
No quiere estar allí, no puede andar, ni comer, ni vivir.
MARÍA DE GRACIA PERALTA MARTÍN
Que relato más bonito ,y tan triste a la vez 😘
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