Cuando
Silvia se levantó esa mañana, tenía una extraña sensación, estaba nerviosa.
Aunque
si pensaba bien en cada uno de los días vividos desde hacía ya casi dos años,
no se diferenciaba en nada de los anteriores. ¿Qué podía cambiar?
Se
miró en el espejo de su tocador decorado con fotos de Pablo Alborán, a un lado
y otro. Y pensó: “Nada puede ser diferente hoy”.
Se
peinó el flequillo con mucho cuidado, lo dejó caer hacia un lado, tapando casi
por completo su ojo derecho, en ese lugar que le hacía sentir un poco más
cómoda.
Cogió
la mochila, bajó las escaleras hasta llegar a la cocina, donde como cada mañana
la esperaba, Lucía, su madre. El desayuno estaba preparado, para que no
perdiese ni un solo segundo, y llegase a tiempo al instituto.
-Buenos
días hija. –saludó la madre, haciendo el ademán de acariciar su rostro y poder
darle un beso en la mejilla.
Silvia
saludó entre dientes, y no se mostró nada receptiva.
-¿Cielo
te ocurre algo? Últimamente te noto diferente, estás muy seria.
-No
es nada mamá, no te preocupes, todo está bien.
-Una
cosa mamá. ¿estás a gusto en tu trabajo?
-¿Cómo?
No te entiendo.
-¿Qué
si te sientes feliz en tu trabajo?
-Hija,
muchas veces los trabajos son pesados, porque invertimos mucho de nuestro
tiempo allí. Sin embargo, ya sabes que es muy importante, gracias a lo que gano
podemos vivir.
-Está
bien mamá.
Cogió
la mochila, se despidió de su madre y emprendió la marcha hacia el instituto.
Caminaba
cabizbaja por callejones de la ciudad por donde a las siete y media de la
mañana no solía pasar mucha gente, y mientras, pensaba: “hoy es lunes, hoy toca…
topacio un ojo aquí…”.
Mientras
recorría esas calles estrechas, tragaba saliva, y sentía que su corazón le
latía más deprisa. La mochila le pesaba más que habitualmente, aún llevando
menos cosas. En realidad el día en su conjunto le pesaba demasiado.
Sacó
su móvil del bolsillo y comenzó a escribir un mensaje a su única amiga.
-“Gloria
no iré hoy al colegio. No se si luego podré llamarte”.
Lucía
esperaba a que Silvia saliera hacia el colegio, para recoger la cocina y salir
inmediatamente para la oficina.
-¿Por
qué Silvia me habrá hecho esa pregunta?
-Ella
no sabe nada, nadie sabe nada, así que no he de preocuparme.
Como
cada mañana, Lucía caminaba diez minutos para coger el autobús que la dejaba
muy cerca de su trabajo.
Necesitaba
trabajar (a veces muchas horas), porque su hija dependía de ella. Su marido se desentendió después de
la separación. Y era mejor así.
Fueron
años muy duros, teniendo que sonreír, teniendo que fingir, y ocultar con
maquillaje algún moratón. Sólo lo hacía por su hija. Merecía todo la pena por
esa pequeña, inocente, que había llegado al mundo, sin saber que Juan no era un
padre modelo.
Aquellos
años durmiendo con miedo, despertando con pánico y esperando un golpe porque
las cervezas no estaban frías, o porque las lentejas estaban duras.
Aquellos
años de persecución, de sentir un miedo atroz las veinticuatro horas del día, y
sobre todo de temer que le diesen la custodia de su hija. Hasta que ya no pudo
más.
Se
liberó de esos fantasmas del pasado y ha tenido que soportar otro tipo de
hostigamiento, si cabe peor.
Pero aquel episodio estaba casi olvidado. Las dejó en paz y eso era lo importante.
Ahora debía hacer todo lo que estuviese en sus manos para sacar a su hija
adelante. Pagar sus clases de inglés y violín, y no le importaba tener que
saltarse alguna comida con tal de llegar a fin de mes y que a ella no le
faltase de nada.
-Si
solo fuese eso, pensaba.
-Tengo
que hablar con Teresa, y le contaré todo. Ella confía en mí, sabe que soy una
buena madre y que todo lo hago por mi hija. Me entenderá.
Llegó
al trabajo a las nueve de la mañana, como de costumbre. Saludó a los compañeros,
y vio como los ojos del director se clavaban en los suyos, sin pestañear.
Desvió la mirada.
Recogió
unos papeles de la fotocopiadora y fue hacia su mesa para comenzar a llamar a
clientes, hacer presupuestos y así comenzar su jornada laboral.
A
media mañana se acercó el jefe al puesto de Lucía y le dijo: “necesito que te
quedes una hora más”.
Ella
temblaba cada vez que escuchaba estas palabras.
Mientras
trajinaba entre tanto papel, vio que vibraba su móvil. Lo cogió y fue hacia el
pasillo.
Eran
las dos de la tarde y le llamaban del colegio para comunicar que Silvia no
había asistido a clase.
Llamó
a su amiga Teresa, para ver si la niña se había puesto en contacto con ella. Su
amiga le dijo que no. El teléfono de Silvia daba la llamada, pero a los pocos
segundos saltaba el contestador.
Aprovechó
una reunión que tenía su jefe, para salir de la oficina sin dar explicaciones,
con la intención de regresar pronto.
Fue
al colegio y la directora le comunicó que no había ido ese día, y además
preguntó a sus compañeros, que entre risas y murmullos, decían no saber nada.
Se empezó a preocupar. Nunca había faltado a clase. Lo que si había detectado
es que sus notas habían empezado a bajar, lo achacaba a que había comenzado el
bachillerato, y tenían bastante carga de trabajo.
Se
reunió con Teresa cerca de una comisaría de policía, después de realizar una
búsqueda inútil por su cuenta.
Todo
sucedió tan rápido.
Idas
y venidas, llamadas, gente por todos sitios, coches, el sonido ensordecedor de
un helicóptero…
-Teresa,
¿dime donde está Silvia? Dile que venga, quiero abrazarla.
-Toma
esta pastilla e intenta dormir un rato, yo estaré aquí contigo, no debes
preocuparte por nada. Lucharemos para que paguen todos. Ahora descansa amiga.
-No
puedo Teresa.
Si
no hubiese estado tan obcecada en ganar dinero para intentar pagar todo, me
hubiese dado cuenta.
Se
mofaban de mi niña por su estrabismo, y a mí nunca me dijo nada. Ahora entiendo
esas notas que vi por su habitación donde aparecía la inscripción “Topacio”,
tachada con enormes aspas en color rojo.
“Topacio
un ojo aquí y otro en el espacio”, era lo más bonito que ella escuchaba de sus
compañeros.
“Bizca”
y “bollera” eran otros de los piropos
que a diario tenía que escuchar, y yo sin enterarme.
Que
dolor tan grande, cuando leo esas líneas, donde describe como le tiraron agua
procedente de los baños, siento el miedo plasmado en el papel, parece que
tiembla su letra. ¡Mi niña!
Y
esos cortes en los brazos, ¿cómo no he podido darme cuenta?
Perseguida,
insultada, humillada, porque un fatídico día confesó a una compañera que le
gustaba una chica del colegio un año mayor. Pero si era una niña, si ella no se
metía con nadie. ¿Que mal ha hecho? ¿qué terrible delito es este?
Mi
hija ha pasado estos dos últimos años entre monstruos, y ella no quería
trasladarme más preocupaciones. Sufría su calvario y callaba el mío.
Sabía
que mi jefe me acosaba. En su diario lo cuenta detalladamente. Un día fue a la
oficina y nos vio salir, vio como él se acercaba susurrándome al oído, y me
agarraba, y me tocaba.
Me
atrapó contra la pared, desabrochándome los botones de la camisa en aquel oscuro
callejón.
Ella
oculta tras un coche vio lo más ruin de su madre. Y yo solo quería ganar dinero
para poder pagar todo, que no le faltase de nada.
He
tenido que padecer y aceptar, por temor a perder mi empleo, que ese desgraciado
me hiciese creer que no valía para nada, que el bienestar de mi hija dependía
de la nómina que él me daba. Mi implicación en el trabajo no era valorada, ya
se encargaba él de decirme que había cientos de mujeres esperando una
oportunidad, y que seguro estarían mejor preparadas que yo. Tengo cuarenta y cinco años y llevo trabajando veinte en
lo mismo. Espero que la experiencia hable en mi favor.
Quería
que ella llegase a la universidad, y que fuese una persona importante.
Hace
dos años me decía que quería ser arquitecto. Quería diseñar una casa de madera
y piedra, rodeada de árboles, donde pudiésemos tener varias mascotas. Un terreno
para poder montar a caballo, pasear las dos juntas con nuestros perros, y poder
divisar en la lejanía el mar. Me parece que ha pasado una eternidad.
Desde hacía tiempo ya no hablábamos casi de nada,
no tenía confianza en mi. Lo entiendo. No he sido un ejemplo para ella.
Me
tenían abstraída,además, mis salidas clandestinas de casa. Cuando daban las nueve de la noche
(mientras ella terminaba las tareas), desaparecía para conseguir un buen filete o unos
yogures, con inminente fecha de caducidad, en los contenedores del
supermercado. Quería que mi hija estuviese bien alimentada, tenía mucho que
estudiar. Y sobre todo quería que supiese que nunca le iba a faltar de nada
conmigo.
-Yo
era la primera en llegar Teresa, seleccionaba lo que tenía mejor aspecto.
-Cuidaba
para que nadie me reconociese para no ponerla en ridículo. Al llegar a casa le decía a Silvia
que había encontrado un supermercado a "dos manzanas de casa", con productos de primera, a muy buenos
precios. Normalmente ella siempre estaba en su dormitorio, y no me veía entrar
cargada como un burro con todas las bolsas. Lo importante es que era comida en
buen estado y a coste cero.
Había
veces que era muy difícil comer, pagar hipoteca y vestir. Así, alguna
vez, podía comprarle algún vaquero o camiseta de moda.
Y
sin embargo no me percaté de lo más importante. Mi hija me necesitaba y yo no
estaba a su lado. Mi hija sufría y no le brindé mi hombro para que se
desahogase.
Ella
salió aquella mañana de casa y un mar embravecido la liberó y me la arrebató de
un plumazo.
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